
Teniendo a varias chicas entre mis seguidores que siempre hablan entusiasmadas de "Desayuno con diamantes" y de cómo, de una u otra manera se sienten identificadas con Audrey Hepburn, ayer decidí casi sobre la marcha saldar esa cuenta pendiente.
He de ser sincero y reconocer que, en cuanto Holly/Hepburn se bajó del taxi empecé a enamorarme de ella, no sé si del personaje, de la actriz o de ambas, y ese sentimiento fue creciendo a lo largo del film. Quizá la melodía de "Moon river", genialmente interpretada más tarde por la actriz, tenga parte de culpa.
Holly es todo ternura e inocencia, incluso en los momentos más duros y dramáticos, un animal salvaje, como la definen en la película, que quiere vivir, experimentar sensaciones y ante todo huir. Una huida imposible, pues huir de uno mismo, como bien le dice Paul/George Peppard, cerca del final, es un camino inútil y agotador.
Es precisamente Peppard quien falla estrepitosamente en esta historia con más drama que comedia, aunque hay mucho humor absurdo y, también, algo de humor enternecedor cuando ambos pasan el día juntos celebrando el "éxito" del escritor. Y falla porque en muy contadas ocasiones a lo largo de la cinta termina de cuajar, de encajar en el personaje. Es como si Hepburn fuera una bombilla de cien vatios que no baja su intensidad en ningún momento y Peppard una de sesenta con picos ocasionales en los que sube su rendimiento para volver a caer otra vez.
La sublime e inolvidable música de la mano de Henry Mancini ayuda, como en todas las grandes películas, a hacerla aun más grande y a emocionar con el simple hecho de escucharla. El arte es inmortal al fin y al cabo y aquí Mancini creó una de las más hermosas obras, galardonada con dos Oscar, que no es imprescindible para darle el justo valor pero que es un signo más de su calidad.
Hablando de premios de la academia, supongo que hubo mucha competencia aquel año, pero no comprendo que Hepburn no fuera ganadora en la categoría de mejor actriz. Tendré que ver al resto de competidoras porque debieron estar inmensas también.
Una película elevada por la interpretación de Audrey a los anales de la historia del cine, pero lastrada por un George Peppard que, no sé si por falta de registro o por otras causas, no consigue estar a la altura de las circunstancias en casi ningún momento. Aun así, una obra sobresaliente y de obligado visionado.